Ya
no existen. Me los he comido. Y si, estaban muy buenos. Estaban
requete-buenos. Espera que no me estoy explicando bien, estaban tan
buenos que el sabor era distinto al que estamos acostumbrados. Esto
me llena de orgullo, pero también de preocupación ¿qué es lo que
estamos comiendo?


Nos
mudamos el verano pasado. La novedad de la casa y de tener un pequeño
jardín más toda la información sobre huertos urbanos (muy de moda
en internet) fue un cóctel explosivo.
En
la ventana de la cocina tengo todo tipo de esquejes, hierbabuena,
menta, perejil y orégano.
En la cubierta de la casa hemos puesto
unos cajones de tierra y sin criterio y a lo lo loco estamos
cultivando: habas, guisantes, ajos, cebollas, judías, zanahorias,
tomates, pimientos verdes, puerros, lentejas, rabanitos y melones.
En
la entrada crecieron las lechugas en una jardinera (no había más
espacio) al lado de la pequeña higuera.
Todo
en un espacio ridículo, pero teníamos un montón de semillas y no
creíamos que fuera a salir nada. Error. Después de la tremenda
primavera que acabamos de pasar da gusto ver mis plantas. Y no sólo
verlas. También comerlas.
Ya
os podéis imaginar las dos ensaladas que hicimos con las dos
lechugas y los rabanitos. Pero lo de las habas fue increíble. Con
una cebolla, un poco de jamón picado, unos huevos escalfados y una
montaña de habas troceadas (vaina incluida). Fue plato único para
una cena de 4 comensales. Se me hace la boca agua al recordar el
sabor.
Si
tenéis la oportunidad de cultivar cualquier cosa hacerlo. De verdad,
ni lo pienses. Lejos de convertirse en una obligación ayuda a
quitarse estrés y es muy grato.
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