
El verano me pilló desprevenida y sobre todo las eternas
vacaciones de los niños.
He pasado un mes y medio maravilloso y relajado, la mayor
parte del tiempo en la playa (Denia y Huelva). Castillos de arena,
chiringuitos, acedías y coquinas, paseos con helado, excursiones, acuarelas,
medusas, siestas interminables.
Alberto se despierta y me mira: “mamá ¿ahora es
por la mañana o por la tarde?

Nicolás se vuelve independiente. Quiere investigar, cazar, explorar,
todo lo observa y lo absorbe. Alberto detrás con su eterna cantinela del “yo
también”. Ven renacuajos, ranas, cangrejos y hasta gamusinos. Juegan con ramas
y troncos caídos, me hacen un retrato con piedras.

Nos damos muchos baños, baños rápidos. El agua está muy fría
y huele a té verde.
Me invaden los recuerdos de la infancia. Les miro y me veo a
mí misma. Parece que en cualquier momento va a aparecer mi abuelo, con su
camiseta de tirantes y su cigarro Rex, recogiendo llanten para su pájaro. O
aquel pastor que cada vez que me veía se reía y me regalaba tomates o pepinos
de la huerta. Fui una nena muy mona, pero tan delgada que todo el mundo quería
darme de comer.
Grabo en mi cabeza el sonido de los chopos. Cuando me atrape
la rutina madrileña cerraré los ojos y volveré a la serenidad que me produce la
naturaleza de Cuenca.
El año que viene repetimos.
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